quinta-feira, janeiro 25, 2007

Diálogo del Obradoiro sobre los Estados Unidos de Europa


Antonio-Carlos Pereira Menaut

Catedrático Jean Monnet,

Universidade de Santiago de Compostela

Diálogo del Obradoiro sobre los Estados Unidos de Europa

Santiago de Compostela, 2006

Prólogo
El presente Diálogo nació como una discusión en torno al libro de Guy Verhofstadft Los Estados Unidos de Europa (Santiago de Compostela, Colección Jean Monnet, USC, 2006), que fue publicado originalmente en flamenco con el título De Verenigde Staten van Europa (Amberes-Amsterdam, Houtekiet, 2005) y pronto circuló en internet. A día de hoy ha sido traducido al inglés, francés, italiano, alemán y griego. Verhofstadt, primer ministro belga, es un político que ha publicado ya más de media docena de libros. Esta obrita suya ha sido comparada con una bocanada de oxígeno y con una «máquina de hacer pensar», que suscitará —ha suscitado ya— adhesiones o críticas pero no dejará indiferente a nadie. Una vez en marcha la máquina de hacer pensar, puede llevar al lector por derroteros distintos de los del autor, y así le ha sucedido a quien escribe estas líneas, pero eso no es nada negativo. Además, llega en un momento muy oportuno del debate europeo, bastante pobre y repetitivo últimamente.
El hecho de que este Diálogo del Obradoiro se haya gestado argumentando en torno a ese libro nos obliga a ofrecer al lector que no lo conozca una sucinta información sobre el mismo. Los Estados Unidos de Europa, un librito claro y fácil de leer, parte de la indiscutible crisis que atraviesa Europa, la cual, según Verhofstadt, no necesariamente quiere decir que los ciudadanos deseen «menos Europa». Propone abiertamente lanzarnos a la creación de unos «Estados Unidos de Europa» y por ello reflexiona sobre la experiencia histórica norteamericana. Asigna cinco grandes tareas a su nueva Europa (una gobernación y estrategia social y económica europeas, una nueva oleada tecnológica europea, un área europea de justicia y seguridad, y una diplomacia y ejército europeos) y hace proposiciones relacionadas con la financiación y las instituciones. Uno de los puntos más atrevidos es su sugerencia de crear los «Estados Unidos de Europa» en el seno de una «Organización de Estados Europeos». Termina proponiendo la celebración de un referendum europeo. Entre los aspectos más discutibles del libro están el diagnóstico excesivamente pesimista de la situación actual, la arriesgada solución de crear un núcleo duro de estados miembros dentro de una gran organización de estados europeos más laxa y la escasez de referencias directas a la Constitución europea. Verhofstadt da muchas ideas y sugerencias sobre diversos aspectos con relevancia constitucional pero no nos dice, quizá deliberadamente, cómo debería ser una buena Constitución para Europa.
En la conversación que da título a este trabajo, tres profesores, llamados Belgicus, Indianus y Gallaicus —dos de ellos peregrinos y el tercero natural del País—, que se encuentran en la compostelana plaza del Obradoiro debaten sobre la idea de unos Estados Unidos de Europa. Huelga decir que no se corresponden con ninguna persona real ni expresan opiniones oficiales (aunque la tarea de exponer el pensamiento de Verhofstadt recae sobre todo en Belgicus), sirviendo sólo para confrontar distintas visiones de una manera más literaria y reflexiva que en un trabajo académico usual.
Debe notarse que la ficción se ha tomado algunas licencias (inocentes para con la argumentación principal) con respecto a cierto poeta latino, que el lector no dejará de detectar.
Estamos en deuda con Publio Virgilio Marón, de cuyas Bucólicas se toman en préstamo el principio y el final, y con Guillermo Pereira Sáez, de cuya ayuda informática nos hemos beneficiado. La responsabilidad es solamente del autor.


Diálogo del Obradoiro sobre los Estados Unidos de Europa

I

Belgicus.— Saludos, doctor Gallaicus, y buenas tardes. Te encuentro cual nuevo Tityrus: sentado a la sombra en el Obradoiro, ensayas con la tenue gaita tus célticas músicas. Yo en cambio, cual nuevo Meliboeus, dejé de mi patria los dulces campos para recorrer el Camino de Santiago.
Gallaicus.— Oh Belgicus, ilustre profesor, la Unión Europea nos ha regalado estos ocios. Sé bienvenido a esta Grand Place de Europa que es la compostelana del Obradoiro. Ya el Dante dejó dicho que peregrino en sentido propio es el que como tú viene a Santiago, y su opinión no es despreciable, pues algunos sabios consideran su Divina Comedia como la verdadera Constitución material de Europa. No ignoras, a buen seguro, que muchas gentes de tu nación han recorrido antes que tú esta columna vertebral de Europa, de las más diversas clases y estamentos; incluso, en algunos casos, para cumplir condenas penales.
Belgicus.— Bien hallado, colega; no ignoraba eso, pero te agradezco que me lo recuerdes. Efectivamente, tras sesenta días de peregrinación, con el Codex Callixtinus y el Peregrinus en el morral, llego felizmente al término de mi viaje. Atravesé el Reino de los Francos, pasé Port de Cize, donde Carlomagno, arrodillado, oró y volvió su mirada en dirección a Santiago, y me alojé en el antiguo hospital de peregrinos de Roncesvalles, edificado precisamente donde Roldán quebró la roca de un tajo de su valiente espada. Ya estoy en condiciones de comprender la frase atribuida a Goethe: que Europa se hizo peregrinando a Compostela.
Gallaicus.— ¿De qué etapas te ha quedado mejor recuerdo?
Belgicus.— Sin duda, de las que por Roncesvalles me trajeron del Reino de los Francos al de los Navarros, así como también de las seis últimas, en las que, dejando el Reino de León, me introduje en estos occidentalia loca de vuestro antiguo Reino de Galicia.
Gallaicus.— Habrás visto en el Callixtinus que Aymericus Picaud comentaba en 1140 la alegría y admiración que le causaba contemplar los coros de peregrinos al pie del altar mayor de esta Catedral: teutones a un lado, francos a otro, italianos, en fin a otro; todos en grupos, con tantas velas encendidas en sus manos que la iglesia lucía como el sol. Por cierto no me sorprendería que a los flamigenae os incluyera en el número de los teutones. Habrás también comprobado a lo largo de tu camino que aun siendo nuestros tiempos menos espirituales que los de Aymericus, un buen número de gentes continúan viniendo a Santiago a pié, a caballo o en bicicleta; unos por motivos religiosos, otros culturales, otros deportivos y otros por todos a la vez. Pero sin duda has de estar fatigado; dirijámonos, lenti in umbra como Tityrus, a aquella alameda desde donde contemplaremos al sol poniente la fachada dieciochesca del Obradoiro con un espíritu bucólico que no viene aquí a deshora pues, como recordarás, Virgilio fue llamado por Haecker «Padre de Occidente», y justamente estamos en lo más occidental de Europa, el fin de la Tierra. He oído que hay entre los sabios cierta discusión sobre en qué sentido llamaron los romanos a estos lugares Finis Terrae, si en el geográfico de acabamiento del territorio o en el filosófico de finalidad y causa final. Algunos escépticos prefieren el primero; yo me inclino por el segundo como más lógico, ¿no te parece?

Belgicus.— Naturalmente; ¿quién puede pensar lo contrario? Ahora bien, si el asunto está sub iudice, no nos pronunciemos por ahora.Gallaicus.— Por cierto: como dice maese Chaucer en los Cuentos de Canterbury, las peregrinaciones son ocasiones de encuentro. ¿Has tenido tú la impresión, al conversar con tan diversas personas a lo largo del Camino, de que los europeos se encuentran decepcionados o frustrados por la actual situación de la Unión, sobre todo después de los referenda negativos en Francia y Holanda?
Belgicus.— En general, sí. El Camino de Santiago es efectivamente un observatorio privilegiado porque uno habla con mucha gente de todas las naciones de Europa. Yo diría que hay actitudes de todo tipo, pero me pareció que predominaba el desconcierto, la incomodidad o el escepticismo, aunque variables según las naciones de procedencia. Y por cierto que un reciente libro del Primer Ministro del Rey de los Belgas, Guidus Verhofstatensis, propone una ambiciosa vía para salir de esa situación; se titula De Rebuspublicis Europae Foederatis, o, en nuestro vernáculo, De Verenigde Staten van Europa.
Gallaicus.— Ya he podido verlo en versión pro manuscripto facilitada por mi amigo el doctor Franciscus a Fonte Sicca. Al parecer, no se habla de otra cosa entre la opinión pública europea.
Belgicus.— Sé que ha sido o va a ser traducido a las lenguas gálica, ánglica, toscana, tudesca, lusitana y otras, incluyendo también —al menos eso espero— vuestro idioma galaico.
Gallaicus.— También he oído hablar de él al profesor Indianus, norteamericano y como tú peregrino a Compostela, que se encuentra hoy aquí. Siendo norteamericano y profesor de Derecho europeo, está en óptimas condiciones para opinar sobre esos Estados Unidos de Europa. Y por cierto que ahí lo tenemos, bien barbado, cargado de leguas, con sus arreos de peregrino, acompañado por su gentil esposa Rosamaría, que es germana de nación.
Indianus.— Celebro mucho encontraros, queridos colegas, entre otras razones, porque ese manuscrito del Primer Ministro belga me ha hecho pensar y me ha suscitado muchos interrogantes que quisiera comentar con vosotros y especialmente con Belgicus. Comenzar a leerlo fue para mí como poner en marcha una máquina de hacer pensar.
Belgicus.— Adelante, pues. Ardo en deseos de conocer vuestras opiniones y dar respuesta a vuestras preguntas, si no son demasiado arduas para un fatigado viajero que ha cumplido escrupulosamente las duras etapas marcadas por Aymericus Picaud en su citada guía de peregrinos.
Gallaicus.— A mí me ha sucedido como a ti, Indianus: leer el libro fue respirar una bocanada de oxígeno, por lo que te ruego, Belgicus, que felicites a tu Primer Ministro. En el ambiente europeo de nuestros días, un poco desilusionado y girando como en círculos en torno a sí mismo, Guidus a Verhofstato ha puesto en marcha un estimulante del pensamiento de escala continental.
Indianus.— Con sumo gusto os daré mi opinión, pero formúlanos tú primero tus críticas al libro en cuestión, que además serán todo lo constructivas y atemperadas como pide este locus amoenus maximus en que nos hallamos. Además, quizá no todo sean críticas.

II

Gallaicus.— Desde luego, comparto mucho de lo que ahí se dice, y por eso comencé con una sincera enhorabuena. Ante todo me gustaría que, si lo sabes, Belgicus, nos digas qué movió a tu Primer Ministro a escribir ese Manifiesto.
Belgicus.— Supongo que un variado conjunto de razones, algunas de las cuales hunden sus raíces más allá de los referenda negativos de franceses y holandeses. La cuestión de fondo, y nada nueva, es el cambio del mundo ocurrido en los últimos veinte años. En lo político, el derrumbe del antiguo imperio soviético ha convertido a los Estados Unidos en única superpotencia mundial; en lo económico, todos sabemos del rapidísimo crecimiento no sólo de China sino también de la India. Si la Unión Europea quiere en el futuro jugar un papel relevante en el concierto mundial, tendremos que integrarnos más estrechamente. Por eso le parece, y a mí también, que la idea de unos Estados Unidos de Europa es la única posibilidad realista que tenemos.
No hay que descartar otras razones. que también están en el ambiente: el miedo al «fontanero polaco», el aumento de la delincuencia transfronteriza, el desasosiego y pesimismo ante la globalización...
Indianus.— No sé, Belgicus, si las cosas son tan sombrías, o si es que los europeos tendéis un poco al pesimismo, o si es que —al menos desde una perspectiva norteamericana— queréis ir demasiado rápido en vuestro proceso de integración. ¿Realmente crees que vuestra Unión está en una crisis tan seria como se dice en ese librito; mayor que las que ha pasado antes?
Belgicus.— Personalmente, creo que estamos en crisis y que no se trata de una tormenta tan pasajera como otras sino que es el proyecto europeo mismo lo que está en cuestión; sin que falten tampoco indicios positivos. Si en beneficio de la claridad me perdonáis la radicalidad, yo diría que la encrucijada ante la que estamos es sencilla: o una simple área de libre comercio, o una verdadera Europa política. Hay que decidirse.
Gallaicus.— ¿Acaso no somos ya una verdadera comunidad política, aunque no un Estado? ¿Acaso no tenemos ya una verdadera Constitución, aunque fragmentaria, no escrita y sui generis?
Indianus.— Algo así iba a decir yo: ¿no estáis ya mucho más integrados que un área de libre comercio? Una zona de libre comercio es lo que nosotros tenemos con canadienses y mexicanos, y en poco se asemeja a vuestra Unión Europea. ¿Es realista pensar que vayáis a dar marcha atrás? No ignoráis que os estáis centralizando más aprisa que nosotros si comparas nuestra Unión cuando llevaba cincuenta años, con la vuestra hoy, y creo recordar que a esa lentitud de nuestra centralización se refiere tu Primer Ministro en alguna parte. Como sabéis, a día de hoy subsisten restricciones a la libre circulación de mercancías, como la margarina, entre provincias canadienses; mientras que la pena de muerte y el derecho a llevar armas, asuntos menos triviales que la margarina, son de la competencia de nuestros estados miembros. Si en mi mano estuviera, yo prohibiría la pena de muerte en todos los Estados Unidos y aun en todo el mundo, pero no es ahí donde quiero hacer hincapié sino en el grado de libertad del que todavía disfrutan, en algunos puntos, nuestros estados.
Es cierto que vuestros poderes públicos europeos, estando muy centralizados en algunos puntos para irritación de ingleses o daneses, son al mismo tiempo indebidamente débiles en otros, y que esa centralización y ese reglamentismo se dan donde no deberían, igual que su debilidad se da a veces donde tendría que haber un poder europeo más capaz. Esa perturbadora y desequilibrada conjugación de intervencionismo y debilidad, ambos donde no deberían estar, no la hemos padecido en los Estados Unidos de América en ningún momento de nuestra historia. Pero de ahí a quedarse en simple área de libre comercio, hay un gran trecho.
Gallaicus.— Aunque algunos políticos —en realidad, pocos— de algunos estados digan añorar sus monedas nacionales, ¿cuántos españoles, portugueses o italianos creéis vosotros que desearían realmente volver a sus pesetas, escudos y liras? Aunque sólo fuera por evitarse las molestias de un nuevo cambio de moneda, seguro que muy pocos; lo que no impide que todos nos quejemos de las subidas de precios que hemos padecido a raíz de la introducción del euro. No conozco a nadie que se lamente de ir a Lisboa o a Munich con las mismas monedas que lleva en su bolsillo. No todo va mal en la Unión. Y aun me atrevería a más: la responsabilidad del actual desasosiego es, en parte, de algunos líderes, que se han conducido como despreciando los riesgos y actuando de espaldas a la gente. Algo parecido podría decirse de los avatares del Tratado Constitucional: en parte son culpa de la propia Convención y su manera de hacer la Constitución, tan al margen de lo ordenado en Laeken.
Belgicus.— No ignoro que la Unión es culpable de reglamentismo, despotismo ilustrado e indebidas interferencias en asuntos menores, así como también de no saber cuidar su propia imagen. Así lo admite también Guidus a Verhofstato en su mencionada obra. Pero una cosa no quita la otra. Y tampoco seré yo quien diga que todo va mal en la Unión.

III

Gallaicus.— Tienes razón, pues no se trata aquí de blanco o negro sino de diferentes tonalidades de gris. Pero si ambos me dejáis fatigar vuestra paciencia antes de que esta ocre y rosácea luz del poniente abandone las piedras del Obradoiro, someteré a vuestra consideración, para que me digáis qué os parece, algo que ya ha salido en nuestro coloquio: que la Unión Europea es un éxito, que ya es una comunidad política —ya somos realmente los Estados Unidos de Europa, hasta cierto punto— y, tercero, que ya tiene Constitución. Todo ello no impide que esté atravesando una crisis, incluso relativamente seria.
Comenzando por el principio: es un éxito tan claro que los estados hacen cola para ingresar en ella. La última ampliación se ha llevado a cabo imprudentemente (en sentido literal; para los clásicos la prudencia no era la lentitud sino la cualidad del buen gobernante) y ahora lo pagamos, pero ello no destruye el éxito general. Ahora bien, si algo tiene éxito es por alcanzar sus objetivos, y aquí tocamos otro punto importante: los objetivos de Europa. Al principio eran ambiciosos pero claros y delimitados: la paz y el desarrollo. Y alcanzamos un rotundo éxito. Pero ahora la Unión, según algunas visiones influyentes (no todas), parece aspirar a ser una asociación política omnicomprensiva de objetivos universales; como si dijera de sí misma: humani nil a me alienum puto. Sus objetivos abarcarían casi todo, desde contrapesar militarmente a los Estados Unidos hasta garantizar el derecho de los niños a ver a sus padres, desde mantenernos económicamente por delante de los tigres asiáticos hasta llevar a cabo un proceso de nation building de escala continental por el cual tanto los sicilianos como los lapones vibren con un solo corazón al oír el Himno de Europa; desde diseñar un conjunto de valores que componen un tipo antropológico —y a continuación exportarlo— hasta combatir la mortalidad en las carreteras.
Ninguna comunidad política, ni la más amada por el ciudadano, puede tener finalidad universal, so pena de dejar de ser «política»; me remito al maestro Estagirita y al juicioso Locke. Y tampoco tuvieron finalidad universal los Estados Unidos en 1776. Hoy no nos llama la atención, pero la finalidad universal de las comunidades políticas parecería extrañísima a un clásico. Es una fabricación del Estado moderno, y bastante tardía. En virtud de ella un Estado podría lícitamente legislar sobre los arrendamientos rústicos en Marte, el sueño o el ocio, con la única condición, si ese Estado es democrático, de que el pueblo lo apruebe. Este abarcarlo todo, típico del Estado, debería desaparecer con él y no proyectarse a la Unión Europea, en la que sería aun menos recomendable a causa del aumento de escala. En nuestro mundo multiconstitucional, en el que no falta ya algún indicio de constitucionalismo global, las organizaciones y niveles constitucionales superiores no se limitarán a reproducir en mayor escala los inferiores porque la escala importa, y mucho.
Indianus.— Desde luego, nuestra Constitución fue un documento modesto para una «comunidad política de comunidades políticas» que tenía objetivos modestos y no anulaba las preexistentes sino que se edificaba sobre ellas. Por eso seguimos diciendo, hasta el día de hoy, que los norteamericanos, para vivir nuestras vidas, no leemos primero la Constitución, y...
Gallaicus.— Perdón por la interrupción: esa frase me la dijo hace años una estudiante de William and Mary College cuando yo explicaba la Constitución española, y tardé un tiempo en percibir todo el contraste en las respectivas maneras de ver las magnas cartas. En resumen: yo os sugería que las comunidades políticas no deben tener objetivos universales porque ni siquiera debe tenerlos la Política misma considerada como actividad humana. Admito que aquí hay también una dosis de actitudes históricas y culturales respecto del poder, la sociedad y el hombre.
Indianus.— Ninguna de esas actitudes es hoy la misma en América que en Europa. Pero tampoco coinciden en todos los estados europeos, lo que os obliga a ser prudentes si no queréis que al avanzar en vuestra integración política se abran nuevas divisiones en vuestro seno.
Belgicus.— No seré yo quien ignore tus razones, Indianus, pues el hecho de no ser yo norteamericano no me impide admirar vuestra historia constitucional, pero, para no dispersar nuestra discusión, preferiría ahora que nuestro común amigo termine su triple argumento: que la Unión es un éxito al menos hasta ahora, lo cual yo no niego, y...
Gallaicus.— ... Que podría dejar de serlo si pretendiera abarcarlo todo. Son muy lamentables los miles de muertos por accidentes de tráfico, y es posible que los estados, dejados a su libertad, no hagan todo lo que deben, pero una argumentación a base de eficacia y resultados a toda costa terminaría por suprimir las libertades y competencias de los estados miembros y, tendencialmente, hasta de las personas. Nosotros los europeos continentales tenemos que aprender a convivir con una dosis tolerable de imperfección, mientras se mantenga dentro de lo tolerable. Vistos desde aquí, Indianus, los angloparlantes parecéis partir de la imperfección de la sociedad para a continuación arreglároslas lo mejor posible; los europeos continentales, en cambio, diseñamos sistemas sin fisuras, con el consiguiente disgusto cuando las imperfecciones no acaban de desaparecer. Otra diferencia es que a nosotros nos tranquiliza ver, por principio y siempre, todo legislado, con lo cual damos ancho campo a los reglamentadores. Y perdóname, porque al decirte esto a ti parece que vendo pan al panadero.
Indianus.— Más bien parece que estás haciendo una teoría política galaico-sajona, más anglosajona que nosotros mismos. ¿No serás tú, como más de un español que conozco, «más papista que el Papa»?
Gallaicus.— Espero que no, Indianus, pero nunca termina uno de conocerse.
Juzga por ti mismo: como puedes ver, en España a la mayoría de las gentes no les molesta gran cosa el poder, ni que tenga objetivos universales, ni que haga leyes hasta sobre las patatas fritas. Quizá estemos en una época poco política: de no ser por las polémicas sobre los nacionalismos, ahora en España la mayoría de las batallas son sociales, éticas o culturales, lo que sólo es posible si los ciudadanos no discuten mucho sobre lo que hagan los gobiernos en el terreno propiamente político. La idea de los españoles como quijotes ingobernables no parece tener mucha vigencia social en las últimas décadas, pues no oponemos mucha resistencia a los poderes públicos, sean españoles, sean europeos; si son europeos, menos aun. La imagen de los españoles que da tu compatriota Richard L. Marks en su apasionante libro sobre Hernán Cortés tiene poco que ver con nuestra realidad actual; casi como si fueran no sólo épocas distintas sino países distintos. De esa manera, nuestra sociedad civil resulta moldeable para el poder público, el que sea, con bastante facilidad. Una eficaz manera de terminar una discusión es simplemente argumentar que la postura contraria no es europea; ensáyalo y te sorprenderás de tu éxito como argumentador. Si nos comparas con otros estados miembros de la Unión, incluyendo los más recientes, verás que en muchos de ellos la gente está lejos de aprobar todo lo que venga de Bruselas. Tampoco podemos los españoles recurrir a esa especie de sano cinismo italiano y que les hace desdramatizar los falsos dramas y restablecer las proporciones de la realidad.
Belgicus.— Con todo lo interesante que es eso, sugiero que volvamos al hilo de nuestra discusión. Nos decías que, según tu opinión, la Unión es ya una verdadera comunidad política.
Gallaicus.— Sí, y bastante postmoderna y postestatal. Y, por serlo, no debemos aplicarle nuestros clichés estatistas ni exigirle los requisitos de nuestros estados: un pueblo, un poder constituyente formalizado, un rebuscado «suelo común existencial» originario de Karlsruhe, una comunidad de valores (en vez de una comunidad de Derecho, en lo que no puede haber duda), un ordenamiento jurídico monista con forma de pirámide...
Belgicus.— Por lo que veo, incides en la contraposición entre valores y Derecho. Como sé que eres anglófilo impenitente, déjame citarte a Ian Buruma en su Anglomanía, cuando dice que “Voltaire y Montesquieu reconocían que las libertades estaban protegidas por las leyes, no por valores” y que por eso admiraban a Gran Bretaña.
Y por lo que se refiere a mí, yo nunca pretendería que la Unión reproduzca un Estado europeo continental decimonónico, ni creo que lo pretenda mi Primer Ministro. Lo confirmaré con él a mi regreso. Pero continúa.
Gallaicus.— Para resumir: que estos «Estados parcialmente Unidos de Europa» tienen ya Constitución. Apruébese o no el actual Tratado Constitucional, no estamos a la intemperie constitucional. Aunque imperfecta y no codificada, ya tenemos Constitución, y no en sentido figurado sino como la tiene el Reino Unido, como España tenía Derecho Civil mucho antes de tener Código Civil. Lo que ha fracasado —si efectivamente ha fracasado; aún está por ver— con el Tratado giscardiano es un intento de codificación de nuestro Derecho constitucional; no ha fracasado nuestro Derecho constitucional europeo, del cual existe ya un buen puñado de manuales y tratados, y alguno, por cierto, norteamericano. Creo que es bueno reconsiderar estas tres proposiciones para no dejarnos invadir por un pesimismo carente de fundamento en las cosas.
Belgicus.— No por detectar la actual crisis soy necesariamente pesimista. Y también a ti te digo, como a Indianus, que no echaré en saco roto tus fundadas opiniones, pero admitirás que la dosis de pesimismo u optimismo depende mucho de la apreciación de cada uno y del aspecto de la realidad en que se fije. En todo caso, no debéis menospreciar el hecho de que, para lo que ahora estamos discutiendo, Bélgica es el mejor observatorio que existe, incluso mejor, si me perdonas, profesor Gallaicus, que tu Camino de Santiago.
Indianus.— Muy cierto, pero la otra cara de la moneda es que a quienes estamos lejos no hay peligro de que los árboles nos impidan ver el bosque. Mirar la integración europea desde la integración norteamericana confiere una perspectiva excelente. No todo es nuevo en vuestra Unión, como algunos parecen creer; la Humanidad ya tiene experiencia de integrar entidades políticas menores en una mayor. Vosotros estáis repitiendo los pasos que nosotros dimos un día; a veces con las mismas palabras, como los «poderes implícitos». Estáis embarcados en la aventura en que nosotros un día nos embarcamos: cómo hacer una gran comunidad política a base de otras comunidades políticas menores preexistentes.

IV

Belgicus.— No es preciso que insistas en nuestras semejanzas. De hecho, Guidus a Verhofstato les dedica un respetable trozo de su obra y supongo que por eso aboga, como yo, por orientar nuestra Unión en la dirección de unos Estados Unidos de Europa, que no serían una copia de los vuestros. Ahora bien, no obstante los parecidos, es claro que Europa tiene su propia identidad y vosotros tenéis la vuestra.
Indianus.— Y yo incluso diría que cabe la posibilidad de que pudieran estar alejándose. Las guerras mundiales dejaron la sensación genérica de que todo Occidente formaba un bloque único a ambos lados del Atlántico con diferencias sólo menores, lo que fue confirmado por la Guerra Fría y el mundo bipolarizado. Pero tras la caída del Muro de Berlín, nuestras discrepancias, que en realidad no siempre son nuevas, no cesan de aflorar. Comparad las relaciones franco-americanas de 1945 con las de ahora. Aplicando eso a los temas que nos ocupan: en las etapas de vuestra integración que habéis recorrido hasta ahora tenemos mucho en común, sobre todo en los problemas pero también en las soluciones. En vuestras etapas venideras, podría ocurrir que fuéramos separándonos, al menos de momento. Aunque la tesis belga de los Estados Unidos de Europa llegue a triunfar, como deseo sinceramente, hay diferencia en nuestras visiones profundas del Derecho, las libertades, la comunidad política... Reconocéis que reglamentáis demasiado y demasiadas pequeñeces, y tu Primer Ministro insiste en ello, pero muchos europeos no conciben otra forma de gobernar; sólo conciben que en vez del Estado sea ahora otro poder quien reglamente... con la misma intensidad. Muchos europeos no saben integrar sin uniformar; casi como si lo llevaran en los genes, y perdonadme la exageración.
Belgicus.— Perdonado, pues así ilustras tu idea, y la presente ocasión no impone restricciones formales a nuestra discusión. Europa es poco conocida y poco amada por los europeos por reglamentar la composición de las mermeladas... pero también por no ocuparse de la gran criminalidad transfronteriza. Por eso algunos defendemos que se transforme en un proyecto político integral y coherente capaz de hacer frente a los nuevos desafíos.
De nuevo, Europa puede ser concebida como una Europa de los estados o como una Europa federal; con una visión intergubernamentalista o con una visión federalista. Y es una diferencia esencial, no resuelta en firme hasta ahora; discutamos lo que discutamos, veréis como no pasa mucho tiempo sin volver de una u otra forma a este punto.
Gallaicus.— Lo que dices, Belgicus, es de tan largo alcance que nos daría para discutir un Camino de Santiago completo. Abordemos ahora una cuestión: ¿qué entenderemos por «proyecto político integral» y unión «verdaderamente política»? ¿Un Estado soberano? Muchos españoles (no hablaré de otros pueblos) entienden más o menos eso, pues la antigua tradición no estatista o pre-estatista española está perdida desde hace mucho tiempo. Hay gente a la que le puede costar, más o menos, admitir que un Estado como el español pierda la soberanía para entrar en una comunidad mayor, pero, admitido eso, no ven muchos reparos en que la nueva organización asuma todo o casi todo lo que venía haciendo su Estado.
Indianus.— Ahora bien, si vuestra Unión está acabando con los estados, entiendo yo que no debería convertirse en uno nuevo y mayor. Si nuestros Padres Fundadores se liberaron de una tiranía hereditaria no fue para dotarse de otra electiva, en clásica frase que también Guidus a Verhofstato cita.
Gallaicus.— Muy de acuerdo, colega. Los estados miembros han perdido la soberanía (excepto la originaria): nuestro desafío ahora no es transponer sus soberanías a la Unión Europea sino construir una asociación política (no meramente internacional; convengo en ello, profesor Belgicus) sin lugar para la soberanía, sin nadie realmente soberano. He aquí una tarea histórica: cerrar el paréntesis que la época de los estados ha representado en la historia de la Humanidad. Cerrémoslo, sin dejar ni sombra de duda de que la Unión nunca será un Estado soberano.
Disculpad mi insistencia, pero se trata de una cuestión de Filosofía política: si algo es «político» no es «integral» en el sentido literal de la palabra (que no siempre es el coloquial). Lo político —por ejemplo, un political rule, que nos recuerda que puede haber gobiernos no políticos; me remito al maestro Bernardus Edinburgensis— es parcial, relativamente superficial, no se ocupa de todo, no lo puede todo, no elimina las diversidades y pluralismos de las diversas esferas sociales, personales o familiares. Por estas razones aristotélicas y lockeanas defiendo gobiernos políticos para Galicia, para España y para Europa; aunque con matices, porque no es lo mismo un nivel de gobierno que otro; como decíamos, la escala importa. Por eso yo preguntaría a muchos europeos qué entienden por adjetivos como «integral»: ¿lo mismo que fue en su día la plenitudo potestatis? ¿La suma de todos los antiguos iura maiestatis? ¿O, con términos alemanes actuales, la Kompetenz-Kompetenz?
Belgicus.— Bien; yo entiendo que «unión política integral» no quiere decir absorber in integrum toda competencia o ejercicio de poder público anterior; quiere decir que será una asociación verdaderamente política, no internacional ni intergubernamental. Como os dije, no defiendo un Estado para Europa. (Debo reconocer que dentro de una comunidad política puede haber relaciones intergubernamentales; «intergubernamental» no es exactamente «internacional»).
Gallaicus.— Admitido, y admito también que no es Bélgica el más estatista de los países de la Unión, ni mucho menos. A mí, vuestra cultura política me parece menos estatista que la española.
Indianus.— A Gallaicus, en su filosófico ataque al estatismo, se le escapa un aspecto práctico: el de cuánta sea en realidad hoy, en la postmodernidad y la postestatalidad, la facilidad para construir un Estado europeo, incluso en caso de que lo intentarais con todas vuestras fuerzas. No deis por supuesto que, hoy en día, hacer un verdadero Estado europeo dependa únicamente de vuestros deseos.
Decíamos que vuestra Unión Europea es ya más que un área de libre comercio y que tiene tanta energía cinética que no se le puede hacer una foto fija y conservarla en un congelador. Pero esa energía cinética, aunque ciertamente la impulsa hacia una mayor integración, no la impulsa unidireccionalmente hacia una integración necesariamente estatal, porque contiene muchos pluralismos en su seno. Es un asunto viejo: no asociar integración política con estatización; avanzad en la primera pero no en la segunda, sugiero yo.
Y si, por el contrario (aunque seguro que no va a ser el caso), juzgando que la Unión ha ido demasiado lejos optarais ahora por re-estatalizar los estados miembros —opción igualmente estatista en los conceptos—, ¿cómo ibais a devolver la estatalidad a unos estados que ya tienen de ello poco más que el nombre?
Por tanto, si estoy en lo cierto, el modelo estatal no resultaría ya útil ni para avanzar en la integración europea ni para garantizar la integridad estatal de España, Portugal o Lituania, si , por hipótesis, tal fuera su voluntad. ¿Cuán útil es el Estado en Europa, cualquiera que sea el nivel de gobierno y cualquiera que sea el propósito a que nos refiramos?
Belgicus.— ¿Crees que sería mejor abandonarlo?
Indianus.— A la hora de discutir sobre una integración supraestatal como la vuestra, yo diría que sí, porque es como un freno de mano; como discutir sobre aviones en términos de automóviles, como discutir sobre la superación de algo en términos de ese algo que se trata de superar.
Por otra parte, como ciudadano federal que soy, querría insistir en que una Federación, mientras no se centralice demasiado, no significa sólo nuevos poderes centrales, como moneda o defensa. Significa también salvaguardas de los derechos de los estados y frenos a los poderes centrales surgidos del foedus. Un auténtico foedus encajaría con lo dicho: no hay en él sitio para soberanía, competencia universal ni competencia sobre las competencias. Mucha gente hoy, en diversos países, entiende por «federal» lo mismo que «central», cuando deberíamos también entender «consociacional». Ahora mismo, existen federaciones menos centralizadas, en algunas materias, que vuestra Unión.
Belgicus.— Es que yo, aunque defiendo que Europa gane poderes en defensa o política exterior, defiendo también que los pierda en muchas otras cosas, incluso de cierta importancia. Como belga y flamenco no estoy en favor del centralismo; todo el mundo sabe que Flandes está consolidándose como una región europea con un sustancial autogobierno (¿puedo decir que quizá superior, en conjunto, al de las regiones españolas, amigo Gallaicus, sin que te parezca mal?). También yo soy ciudadano de una federación, pues el Reino de Bélgica ahora es federal.

V

Indianus.— Tampoco yo veo tanto autogobierno regional en España como dicen; especialmente si hacemos un juicio global, como tienen que ser los juicios de este género. Pero, para cerrar el tema, antes sólo incoado, del alejamiento entre Europa y Norteamérica, querría que considerarais una posibilidad: que si los nuevos poderes mundiales son asiáticos, vais a ser más perjudicados con ello vosotros los europeos que nosotros los norteamericanos, así que quizá vuelva un día en que los Estados Unidos de América y los de Europa se reencuentren haciendo causa común, al menos en algunos puntos.
Gallaicus.— No quedará cerrado fácilmente un tema como ése, colega. A poco que sigamos conversando lo veremos reaparecer. Pero el caso es que esta confrontación sobre federaciones nos lleva a las puertas de otra cuestión nada irrelevante: el reparto de competencias. ¿Tienes idea, doctor Belgicus, de cómo distribuiría tu Primer Ministro las competencias entre la Unión, los estados y, cuando proceda, las regiones?
Belgicus.— Si te refieres a una distribución en detalle, me parece que su propuesta no concreta tanto. Si te refieres a grandes criterios, puedes verlos en su Manifiesto: asumir competencias en lo importante, lo de ámbito continental, y cederlas en lo que no es importante o, aun siéndolo, es de ámbito más bien interno. La Unión no tendría competencia alguna en campos como cultura o deporte (por si os parecen trivialidades, os recordaré que hay quienes están buscando bases legales para que la Unión intervenga en esos terrenos ya). En realidad, debe incluso haber campos dejados íntegramente a los estados miembros. Otra segunda idea suya es que cuando la Unión gobierne, lo haga, siempre que sea posible e incluso en materias importantes, por medio de anchuras de banda máximas y mínimas y no por medio de normas fijas ni tampoco de objetivos vagos. Que en vez de acudir a la armonización acudamos a la convergencia, como se hizo en su momento con el pacto de estabilidad.
Gallaicus.— Permitidme un inciso: me pregunto cómo entenderían los anchos de banda ciertos tribunales constitucionales que, como el nuestro, han entendido «las bases» y «lo básico» de forma bien poco básica (y muy favorable al poder central español).
Indianus.— Permitidme otro: siempre me ha dado pena que el hermoso vocablo griego harmonia haya venido a parar en uniformidad, pues en música la armonía es lo que se opone al unísono. Un ejemplo más de lo que hace la Política con las palabras, como ya advertía Humpty Dumpty a Alicia.
Gallaicus.— Personalmente, me sentiría más tranquilo si los excelentes criterios de Belgicus se concretaran más. Para que los poderes centrales crezcan no hay que concretar ningún mecanismo ni hacer nada en particular, pero lo contrario no es igual de cierto. Yo añadiría: que los estados, e incluso sus regiones, según sea el caso, tengan algún terreno intocable por los niveles superiores de gobierno, en la línea de los antiguos fueros españoles o de la Grundgesetz alemana; que conserven un control sustancial sobre sus territorios y una sustancial potestad tributaria originaria; que las disputas sobre competencias no las resuelva el Tribunal de Luxemburgo sino un órgano de arbitraje ad hoc aceptado por los litigantes y sin sede fija; que en todas las materias que sea posible (no siempre lo será) se deje a los estados miembros, o a sus regiones, la ejecución y aplicación.
Indianus.— También sería bueno evitar las cláusulas transversales, auténticas aspiradoras de competencias; evitar las competencias que de por sí sean demasiado expansivas y redactar la Constitución con frases negativas. De esas cláusulas afirmativas y transversales tenéis abundancia en la Unión Europea: garantizar un nivel elevado de protección de la salud en todas las políticas de la Unión (uno se pregunta si realmente quiere decir «todas» y si sus redactores eran conscientes de a dónde podía llevar eso). Ejemplos de redacción legal negativa (con vuestro permiso, en mi idioma): “No Capitation shall be levied...”, “No Tax or Duty shall be...”, “Congress shall make no Law...”, “The enumeration shall not be construed...”; “Notwithstanding anything in this Act...”, “Nothing in subsections X to Y derogates from any powers or rights that a province had...”.

VI

Belgicus
.— Parecen ejemplos tomados del lenguaje constitucional norteamericano, lo que hace muy al caso porque, como os dije, los Estados Unidos de América han sido fuente de inspiración de De Rebuspublicis Europaeis Foederatis, y ya se ha hablado aquí de los paralelismos (y diferencias) entre ambas integraciones, norteamericana y europea.
Indianus.— Sí, pero entiendo que habría que distinguir dos cosas: por un lado, la realidad política y económica de la integración; por otro, el documento o documentos constitucionales. En cuanto a realidad política de la integración y pasos que tiene que dar, hay paralelismos notables. En cuanto al tipo de texto legal, el Tratado Constitucional de Giscard es de lo menos norteamericano que imaginarse pueda. Perdón por mi atrevimiento, pero, ¿por qué no inspiraros también en nuestra Constitución y no sólo en nuestra integración? Podéis separar ambas cosas —tipo de construcción política y tipo de documento constitucional—; podéis, si lo deseáis, aprobar un documento constitucional giscardiano para unos Estados Unidos Europeos de inspiración más o menos norteamericana en su materialidad, pero yo no lo haría. En nuestra experiencia histórica, una cosa ha tenido que ver con la otra; no es casualidad que nuestra Constitución no haya sido larga, codificada, reglamentadora, intervencionista, positiva... Una integración norteamericanizante en lo político —si tal es vuestra opción— pediría un texto constitucional norteamericanizante y una filosofía política quizá no coincidente en todo con la que parece predominar a este lado del Atlántico.
Gallaicus.— Gracias por tu sugestivo atrevimiento, doctor Indianus; se ve que la rústica cátedra que te brinda esta alameda aumenta tu auctoritas. Por mi parte, hace tiempo que doy vueltas a lo mismo: ¿por qué no tomar alguna inspiración del constitucionalismo de ultramar? No hay sólo dos tipos de constituciones —no escritas y escritas, británica y europeas continentales—; existe también un tercero, norteamericano: constitución escrita pero no codificada. Desde los años 50 hasta hoy Europa ha ido desarrollando de facto un tipo de constitucionalismo funcionalista en cierta manera «britanizante»: sucesivos documentos legales, sentencias y principios que se van depositando por acumulación y sin un plan deliberado. Eso ha funcionado bien hasta ahora pero ya parece no dar más de sí. ¿Qué hacer? La respuesta digamos «giscardiana» es: hagamos una magna carta detallada de un tipo genéricamente europeo continental o franco-alemán (perdón por la imprecisión). Lo que yo me pregunto ahora como europeo es: ¿por qué no probar otra de tipo genéricamente norteamericano?
Belgicus.— Interesante sugerencia, pero no exenta de toda contraindicación; la primera, la previsible reacción de amplios sectores de la opinión pública europea.
Gallaicus.— Aunque España ha pasado su vida constitucional inspirándose en otros —primero en Francia y ahora en Alemania— y aunque eso no necesariamente es malo, yo nunca propondría «copiar» la Constitución norteamericana. Entiendo por «norteamericanizante» una Constitución corta, que contenga lo imprescindible, sujete al poder (partiendo de la base de que éste siempre crecerá, velis nolis), se ocupe lo menos posible de la sociedad civil y de las personas, y evite todo aquello que hoy nos divide; una Constitución capaz de durar mucho y de incluir, como bajo un mismo paraguas, comunidades políticas y culturas muy diferentes; dotada de un poder político real, incluso enérgico cuando proceda (esperemos que no muchas veces) pero bien delimitado y sometido a grandes controles.
Belgicus.— Bien, pero al fin y al cabo tú no eres norteamericano, por empeñado que estés en tu nueva teoría política galaico-sajona. Por eso, y aprovechando que está aquí Indianus, antes de seguir adelante y antes también de que anochezca, yo le rogaría que nos abocete una Constitución norteamericanizante para la Unión Europea. Imaginemos que el Consejo Europeo te encargara una Constitución para Europa dándote un cheque en blanco, ¿cómo la harías tú, Indianus?
Indianus.— No es poco lo que pides, amigo. Si supiera que ibais a hacerme una pregunta así me habría preparado previamente como Lisias en el Fedro, llevando un documento escrito que luego desenrolló en medio del diálogo.
Como vuestra Unión está ya mucho más avanzada que la nuestra en 1787, sería imposible hacer hoy para vosotros una magna carta tan breve. Más que aventurar un texto, yo sugeriría principios y criterios: poderes sólo explícitos (ya traerá luego la vida real los implícitos, con o sin nuestro consentimiento), objetivos limitados sin competencia universal ni fines universales (a la Unión no le concierne todo, ni siquiera todo lo importante; sólo lo relacionado con la integración), respetar los otros niveles de gobierno (estados y regiones; cosa importante en un constitucionalismo multinivel como son tanto el vuestro como el nuestro) e incorporarlos a la gobernación europea; retirar todo micro management posible a los poderes centrales, redactar la Constitución como un pacto de límites cuya transgresión invalidaría los actos del poder central y autorizaría la desobediencia de los estados miembros, las regiones (allí donde existan) y las personas; y, por fin, tomar en serio el principio de subsidiariedad, ahora prácticamente oxidado.
Belgicus.— Interesante, y muy aprovechable, pero yo me hago dos preguntas: ¿no resultaría un poder central demasiado débil, tan débil que no podría impulsar la integración europea? Y, en segundo lugar, ¿no podrías concretar un poco más, para no incurrir tú en lo que antes me objetabais a mí?
Indianus.— A lo primero respondo que no. Parto de la base empírica de que los poderes centrales son como la mala hierba, crecen solos. Al federalismo le sucede lo que decía Montesquieu de la democracia liberal: no cae del cielo ni es natural como la lluvia; es el improbable resultado de mucho esfuerzo y determinación conscientes y perseverantes. Por otro lado, yo también aumentaría los poderes de vuestra Unión en algunas cosas, aquellas grandes materias, a menudo de ámbito continental o incluso mundial, que ningún Estado puede resolver por sí solo; y aun te diría que eso no parecería mal a mucha gente, incluidos algunos euroescépticos. Por el contrario a la Unión le sustraería (sabe Dios con qué efectos reales a la larga; quizá no tantos como me gustaría) todo o casi todo el Derecho Civil, gran parte del Penal, casi toda actividad de ejecución, aplicación o puesta en práctica de lo que sea —inspiración alemana en este punto, como veis—, incluso de grandes cuestiones, y así sucesivamente. ¿Qué tiene la Unión que decir acerca de accidentes de tráfico, formas de matanza del cerdo, o sobre gran parte de la educación? Los europeos tenéis que aprender a admitir que la libertad de los estados miembros, como la de las personas, puede costar un precio en términos de seguridad, orden y eficiencia. ¿Estáis dispuestos a pagarlo?
En cuanto a la segunda cosa que me pedís —concretar más—, no me será fácil. Definid claramente los objetivos de la Unión para que después no atraigan competencias indebidas; poned frenos institucionales a toda posible concentración de poder, incrementad la exigencia de responsabilidad a toda persona u órgano que ejerza poder real. En cuanto a competencias, es necesario también aclarar lo que los estados nunca podrán hacer (reimplantar la pena de muerte, romper el libre mercado, etc.). Evitad las categorías de competencias equívocas, como las compartidas del proyectado Tratado Constitucional, que podrían a voluntad pasar a convertirse en exclusivas, así como las transversales antes mentadas, como la nuestra de comercio.
Otro aspecto interesante es garantizar el carácter por un lado abierto y por otro compuesto de la Constitución, así como —en esos dos mismos sentidos— el papel de las magnas cartas nacionales como componentes del constitucionalismo europeo, en la línea canadiense.
Belgicus.— Observo, ilustre Indianus, que tu Constitución diría poco o nada sobre Derechos Fundamentales. Apuesto a que tras esa omisión hay algo más que un mero lapsus mentis.
Indianus.— Apuestas bien, amigo. En primer lugar, el número de derechos no es ilimitado. No se puede pretender seguir inventándolos ad infinitum: a buscar trabajo, a la alimentación sana y equilibrada, al paisaje, al deporte, a que los niños vean a sus padres y así sucesivamente (en su mayor parte tienen poco de constitucionales, lo que sugiere que no deberían estar en ninguna magna carta, especialmente si es de escala continental).
Yo no impondría a todo el mundo la expresión «derechos fundamentales», Grundrechte, porque mi tradición de libertades no es la alemana (y lo mismo podrían decir ingleses y franceses), y una Unión tan vasta y compleja como la Europea no debe hacer suya la visión de uno de sus estados miembros e imponerla a los demás cuando existen varias igualmente respetables. (Está haciendo esto en diversos campos, con el consiguiente efecto de división). Si hay diversas tradiciones válidas dentro del constitucionalismo, óptese por una formulación que no excluya ni menoscabe a ninguna. En segundo lugar, en este momento los europeos ya tenéis el mismo standard básico de libertades que cualquier democracia occidental, con base en el CEDH, los principios, las tradiciones constitucionales comunes, las jurisprudencias… No os era imprescindible ahora una Carta o Bill of Rights. Tercero, tal como está redactada vuestra actual Carta, si llega a ser Derecho aplicable podría reproducir lo sucedido en Canadá a partir de 1982: los derechos se fragmentan hasta no ser ya de la persona sino de las situaciones, el activismo judicial se dispara hasta convertir a los jueces en los «nuevos sacerdotes» (frase del juez quebequés Robert, que a pesar de denunciar el problema lo aprueba), se produce una confusión entre derechos y valores que convierte el listado de derechos en una nueva ética o nueva antropología que más que garantizar libertades preceptúa comportamientos…
Gallaicus.— Los valores tienen muchos partidarios, y no carecen de argumentos. Mi ilustre amigo el doctor Rainerus Arnoldi, maestro de Ius Publicum Europaeum en el Collegium Castrorum Reginae, está a favor del constitucionalismo de valores, invención originariamente germana que ha ganado gran aceptación en España, por ejemplo, en la jurisprudencia de nuestro Tribunal Constitucional. Hay autores que ven el nuevo constitucionalismo como un orden de valores constitucionalizado, expresado en la Constitución como si fuera un icono o espejo en que la sociedad se ve reflejada; entre ellos, Weiler. (Y yo me pregunto, y os pregunto: ¿cuál sería el icono o espejo en que la sociedad nazi se consideraría debidamente reflejada? Me siento más reflejado en un juez imparcial o un parlamento rebelde que en ningún listado de valores, aunque me consideren un poco bicho raro).
Belgicus.— Muchos ven estas cuestiones como tú dices, incluyendo otros países de Europa Continental, e incluso, según he sabido, de Latinoamérica, por medio de vuestra influencia española. Yo no veo tan claro que el de la Unión Europea deba ser un constitucionalismo de valores, más allá de aquellos que, por ser claros, no son objeto de mucha discusión.
Gallaicus.De claris non est disputandum, como se suele decir. Es cierto que los españoles nos hemos convertido en difusores de la visión germana, y europea en general, en las repúblicas americanas de nuestra parentela. España hace más visible a la Unión Europea en Hispanoamérica y es punta de lanza de su penetración allí. Falta ahora que Hispanoamérica, que puede darnos muchas lecciones en otros terrenos, lo haga.
Pero perdona, Indianus, pues nos estamos apartando del importante problema que habías iniciado.

VII

Indianus.— Te escuchaba con gusto porque conozco y amo Hispanoamérica, pero continúo.
No os pido que penséis como yo, que políticamente no soy nada correcto, y menos aun medido por vuestros standards europeos; os pido sólo que me dejéis explicar los posibles efectos de vuestros derechos-valores.
Belgicus.— Adelante, por favor. Consideraré con la mayor atención tus planteamientos aunque, efectivamente, por lo que voy viendo, son diferentes de lo que predomina entre los europeos en general, con independencia de sus preferencias ideológicas; y no es que yo sea un adepto a la corrección política.
Indianus.— Es que no se trata de una diferencia de partido político sino de manera de ver el Derecho. ¿Os imagináis a un jurista romano practicando una jurisprudencia de valores? El problema está en que los valores —cosas buenas o deseables; metas— residen, implican o se expresan en actitudes, por lo cual no les basta prohibir u ordenar cosas o acciones externas; necesitan ordenar que asumamos actitudes, las cuales son interiores. Si cualquier cosa, llamémosle X, es declarada un valor, los poderes públicos tendrán que fomentarlo, lo cual —según sea la naturaleza de X— podría implicar quizá hasta cambiar el pensamiento o convicciones de la gente. De que existen en la sociedad valores, no hay duda; otra cosa es si deben ser los poderes públicos (incluido el judicial) quienes los definen, interpretan o imponen.
Pero esto se ve más claro con ejemplos que con teorías. Cuando Buttiglione, propuesto para comisario por Barroso, fue rechazado por vuestro Parlamento Europeo, fue sometido a una batería de preguntas que si me las hicieran a mí me parecerían demasiado penetrantes. Puede ser —eso he oído— que él «ayudara» a sus «inquisidores» haciendo declaraciones provocadoras o sencillamente desafortunadas, y puede ser que le perjudicara el hecho de ser el candidato de Berlusconi, pero eso no destruye que fue sometido a un interrogatorio que entraba tanto en las convicciones personales que bajo algunas constituciones sería ilegal.
Gallaicus.— En el caso de la española, el artículo 16.2 prohibe interrogar a nadie acerca de su ideología, religión o creencias, en general.
Indianus.— Pues ahí tenéis un resultado de aplicar los valores al razonamiento constitucional; de lo contrario, los examinadores se conformarían con que un candidato a comisario diera garantías de comportamientos (que por definición son más externos; por ejemplo: no practicar discriminaciones injustas) y se abstendrían de penetrar en sus creencias o posturas íntimas, personales, culturales o de conciencia.
Belgicus.— ¿No exagerarás? ¿No estarás proyectando sobre nosotros unos temores o aprensiones derivados de una visión predominantemente americana?
Indianus.— Quizás; no puedo descartarlo por completo. Pero supongo que no todo lo norteamericano será a priori desechable, aunque bien sé que hoy no todo es simpatía hacia nosotros en Europa, especialmente en casos como España, donde la guerra de Cuba de 1898 dejó huellas visibles todavía hoy.
Dejadme que ponga un ejemplo, bien irreal para no herir ninguna susceptibilidad. Supongamos que vivimos en un Estado multicultural y multirreligioso con una minoría partidaria de la poligamia y que, para solucionar el problema, el Estado decide asumir la poligamia como uno de sus valores. Ciertamente, no me impone a mí casarme con cinco mujeres y darles cinco tarjetas de crédito. Pero me impone un tipo de unión diferente y conceptualmente abierta a la posibilidad de cinco mujeres; por tanto, conceptualmente distinta de mi idea de unión conyugal. Si, por el contrario, ese Estado se limita a «mirar hacia otro lado», declararse incompetente (a menos que la sangre llegue al río), simplemente guardar silencio, abstenerse de perseguir a los polígamos o tolerarlos, éstos podrán hacer lo que deseen pero sin imponernos a los demás su peculiar noción de unión conyugal, que respeto de todo corazón pero no comparto.
Por eso los estados que se obsesionan con la promoción de unos valores oficiales que han hecho suyos pueden llegar a ser intolerantes cuando su sociedad es multiétnica, como el caso de Francia con el velo musulmán, que al fin y al cabo es una pequeñez a la cual el sentido común sugeriría no dar demasiada importancia. No es extraño que por lo visto los musulmanes se encuentren más cómodos en Estados Unidos e Inglaterra, países no menos cristianos pero sí menos «oficialmente valorativos», menos abanderados de una ética oficial, que en Francia.
Esto nos conduce hasta otra puerta: los derechos-valores y las éticas públicas, si van más allá de un mínimo que no está en discusión, pueden convertirse en una máquina de uniformar culturas. Otra de las acusaciones que, en general, se hace a vuestra Unión.
Gallaicus.— Pues a la vuestra se le acusa de diluir en el melting pot todo lo que no sea wasp.
Indianus.— Pues yo me atrevería a decir que, a pesar del melting pot, la nuestra ha sido relativamente respetuosa con las culturas minoritarias; al menos, con las que han querido preservar su identidad, que no son todas (caso hispano). Quizá no haya sido verdadero respeto —según mi idea, el respeto es una cosa muy seria—, quizá haya sido simple indiferencia, pereza o incluso egoísmo, pero el resultado final no es muy homogeneizador, dentro de lo que cabe.
Echad un vistazo a la experiencia británica en la India, maravilloso país que conozco bien. El Imperio Británico fue muy distinto al español (y estoy preparado a admitir que en algunos aspectos fue inferior) pero no imponía directamente valores; simplemente reprimía los comportamientos intolerables para una persona civilizada, como la incineración de viudas, al mismo tiempo que explotaba los recursos de aquel gran País. Quizá algunos europeos continentales, al oírme decir “inspiraos en el Imperio Británico”, me descalifiquen, pero así era como procedía también el Imperio Romano.
Y esto me hace preguntaros: en esta encrucijada en que decís estar, ¿qué es lo esencial para vosotros, los europeos? ¿Difundir valores en los estados miembros (y quizá en todo el mundo)? ¿Contrapesar a Estados Unidos? ¿Mantener la ventaja sobre India y China? ¿Ser competitivos en un mundo globalizado? ¿O más bien seguir integrándoos políticamente pero acomodando, incluso preservando, las entidades políticas menores? Es que lo último podría restar eficacia o al menos velocidad a lo primero.

VIII

Belgicus.— Importante cuestión. Para mí, Europa tiene ahora ante sí cinco grandes tareas que podrían enunciarse rápidamente como sigue: 1) una «gobernanza» y una estrategia socioeconómicas; 2) un nuevo impulso tecnológico; 3) el espacio europeo de justicia y seguridad; 4) la diplomacia europea, y 5) un ejército europeo. Con todo, como os decía, entiendo que estas tareas no deben conducir a la Unión hacia un Estado y que debemos devolver muchas competencias menores.
Gallaicus.— Si me lo permitís, yo también sería políticamente incorrecto, discrepando en el punto de nuestros grandes desafíos (así como en la palabra «gobernanza», antes de la cual preferiría en español «gobernación», esto es, según el Diccionario, «acción y efecto de gobernar»). ¿Nos serviría de mucho progresar en esos frentes, al precio de rompernos? Indianus tiene razón al decir que el hincapié en unas metas puede ser negativo para otras, al menos si intentamos perseguirlas todas a la vez.
Nuestro gran desafío, el que puede arruinar la Unión o dejarla en menos de lo que debería llegar a ser, estriba —corregidme, por favor, si me equivoco— en ser capaces de avanzar en la construcción política pero sin tender hacia un Estado; hacer una unión realmente política pero conciliando el pluralismo en vez de eliminarlo; acomodar las diferencias en vez de borrarlas. Mi primera (no única) palabra clave para este momento (no para otros) de la vida de la Unión sería «acomodación». Y ese talento prudencial y político para la acomodación de variados pueblos, culturas y comunidades políticas en una superior, con forma de paraguas y no de pirámide, lo tuvieron los romanos, el Imperio Austrohúngaro o los ingleses; no lo tuvieron los griegos, los franceses ni los españoles a partir de 1700; a los cuales —lamento decirlo— les cuesta incluso acomodar el pluralismo que hay dentro de España, limitado como es en comparación con el que hay en el interior de la Unión. Es notable que el progreso español de los últimos decenios, que nadie negará, no vaya acompañado por un paralelo avance en la acomodación territorial interna.
Indianus.— Pues, Belgicus y Gallaicus, tendréis que poneros de acuerdo, porque vuestras visiones de los grandes desafíos de Europa no son en abstracto incompatibles, pero en la práctica, según donde se ponga el acento, llegaréis a un resultado antes que a otro. Yo personalmente, si estuviera en vuestro lugar, antes que preocuparme por ganar una carrera a los rivales norteamericanos me preocuparía por la supervivencia de la Unión, y para ello lucharía también por la acomodación bajo una organización con forma más de paraguas que de pirámide, y no lo digo para apoyar el toque nacionalista aportado por tan lluvioso y galaico instrumento. No es vuestro caso ni el de De Rebuspublicis Europae Foederatis, pero no sé si es realista obsesionarse con una especie de grandeur europea, sobre todo cuando los rivales son no sólo los Estados Unidos sino también India o China, con lo que volvemos al problema de antes, y seguramente no por última vez.
Gallaicus.— En cuanto a la lluvia de aquí, te referirás a antes del cambio climático, supongo. Cosa que nos recuerda que hay problemas, como el cambio climático, en los que la Unión debe aumentar sus competencias, al menos en el nivel de la gran decisión y la supervisión. En cuanto a la grandeur, al parecer Aznar se obsesionó con reactivar la de España, con los resultados conocidos, mientras que Francia parece no acabar de digerir el final de la suya.
Volviendo a los objetivos enunciados por Belgicus, tomemos el quinto, el ejército. Para mí, como pacifista, el mejor ejército sería el que no existe o está lo más lejos posible. Los ejércitos significan impuestos y militarismo, aunque admito que hay o puede haber habido situaciones en las que fueron necesarios. Retrocedamos hasta 1989: si la Unión Europea hubiera sido un gran poder militar, dudo que los soviéticos hubieran dejado caer el Muro de Berlín. En el futuro necesitaremos unas brigadas, incluso relativamente grandes, de apagafuegos y policías continentales, de acuerdo. Si a eso decidimos llamarle «ejército europeo» no seré yo quien discuta por las palabras. Pero un ejército de escala europea según la idea de la nación en armas, no lo deseo a nadie; con sus cabezas nucleares y bombas atómicas. La fuerza de la Unión debe seguir en esa autoridad moral por la cual nos llaman a supervisar elecciones en lugares remotos, mediar en un conflicto o prestar ayuda humanitaria.
Belgicus.— En todo caso, y en favor del ejército europeo, no se debe minusvalorar una cosa: que por el simple hecho de crearlo, ya no volvería a darse uso de la fuerza entre estados miembros.
Indianus.— Excelente, sin duda, pero me atrevería a decir que a ese objetivo os ha acercado más, hasta ahora, el funcionalismo de Jean Monnet que ningún ejército, grande ni pequeño.
Otro argumento, de carácter pragmático: antes de embarcaros en la siempre costosa militarización de la Unión, tened en cuenta, primero, qué tipo de riesgos corremos hoy tanto americanos como europeos y en qué medida vuestro ejército serviría para hacerles frente, así como —segundo aspecto— de qué tamaño y tipo van a ser, o son ya, los otros ejércitos importantes en el mundo como los de China y la India.
Belgicus.— De «militarización» yo no he hablado en ningún momento, amigos; el solo hecho de tener un ejército no la implica necesariamente.
Y, en relación con lo último que ha dicho Indianus, ¿qué opináis de ese real o supuesto eurocentrismo que se achaca a la Unión?
Gallaicus.— Lógicamente (o más bien afectivamente), para mí Europa, y concretamente este Obradoiro, siempre será mi centro, pero quizá no sea en el futuro el centro del mundo (nombre tradicional de China, según creo). Como reflexionaba el gran Iacobus Pirus, no se puede descartar la posibilidad de que en el próximo 2050 quizá no sea Occidente (incluyéndoos también a vosotros los norteamericanos, profesor Indianus) quien rija el mundo. ¿Valdría, entonces, la pena embarcarnos en unos objetivos como esos, en cuya consecución podríamos además arriesgar nuestra unidad, pues quizá no todos los estados miembros de la Unión compartan su prioridad?
Indianus.— Para no mencionar lo difícil que os sería armar un buen ejército europeo al margen de los británicos, cuyas fuerzas armadas pasan por ser las más eficientes del mundo en relación a su tamaño y costes.
Belgicus.— ¿Por qué ha de ser al margen o en contra? Que ellos, si así lo deciden, no pertenezcan al núcleo duro o círculo más concéntrico de los Estados Unidos de Europa no quiere decir necesariamente que queden al margen de la iniciativa militar, como tampoco de otras. Al menos, yo lo plantearía así.
Indianus.— Y no está mal tu planteamiento, pero creo que ese problema es de menor cuantía frente a lo antes mencionado por mí y que late asimismo en la cita de Iacobus Pirus: que puede ser que los bloques políticos, culturales, económicos y militares dentro de veinticinco años no sean Estados Unidos de América, Europa, China e India, sino China, India y Occidente (incluyendo tanto América como Europa), pues la necesidad nos habrá hecho descubrir que, frente a Asia, nuestras diferencias son menores.

IX

Gallaicus.— Por favor, Belgicus, volviendo a tu intervención, ¿qué es esa especie de núcleo duro de que hablas? ¿Te pronuncias acaso a favor de dos categorías de estados miembros dentro de la Unión? ¿No será una fuente de discriminaciones odiosas entre países de primera y de segunda?
Belgicus.— Nada más lejos que practicar injustas o absurdas discriminaciones dentro de la Unión. Dejadme que os explique mi visión del problema.
Indianus.— Explícanosla, porque también me suena raro a mí, norteamericano. Nuestra integración se basó en la igualdad de status constitucional de todos, desde Virginia hasta Alaska. Los trece primeros estados, más antiguos que los propios Estados Unidos y creadores de éstos —constituyentes, por tanto—, están en equal footing con otros modernos, creados posteriormente por el Congreso federal (constituidos, por tanto) porque antes eran territorios salvajes dependientes de Washington, o fueron comprados, o ganados en guerras; en todos los casos, territorios que no jugaron papel constituyente alguno en la creación de la Unión ni en la Constitución de 1787.
A partir de ese pie de igualdad constitucional, unos son más ricos y otros más pobres, unos han sido más fieles a la herencia francesa y otros no tanto a la suya alemana; unos más industriales y otros más agrícolas; California se embarca en sus aventuras constitucionales mientras que otros son más conservadores, y así sucesivamente. Pero no les imponemos un status jurídico diferente ni nada que se pueda interpretar como una posición oficial secundaria o preterida ni como menoscabo de la plenitud de su pertenencia a la Unión.
Gallaicus.— La modesta experiencia española desde 1978, distinguiendo hasta tres o cuatro tipos de comunidades autónomas, tampoco aconseja su imitación; según mi modesta opinión (no compartida por muchos españoles, lo admito). Pero te estamos impidiendo explicarnos cumplidamente tu idea, profesor Belgicus. Tal vez me convenzas.
Belgicus.— Creo poder decir que conozco tanto la larga experiencia norteamericana como la reciente española, y os diré lo que sigue, si me escucháis antes de que se haga de noche. Europa está, como decíamos, en una encrucijada: o nos quedamos en zona de libre comercio, o nos comprometemos políticamente. Lo ideal sería que lo segundo lo aceptaran todos los estados miembros, pero no todos parecen favorables al objetivo político del proyecto europeo. Por tanto, y como no se puede obligar a nadie (he aquí la diferencia con «imponer» una segunda categoría o una discriminación injusta), tiene que haber un núcleo de estados que tome la iniciativa, por ejemplo, los actuales de la eurozona. No se puede negar que en estos temas existen actualmente posturas discrepantes entre los estados miembros: ergo, quizá en un futuro haya dos círculos concéntricos: un núcleo político o Estados Unidos de Europa, instalado en el seno de una confederación de estados u Organización de Estados Europeos más amplia y menos cohesionada. El objetivo final seguiría siendo que todos lleguen a unirse a la nueva Europa, con la única condición de asumir el proyecto político global.
Otra ventaja de este esquema, y no pequeña, sería permitir seguir ampliando la Unión sin grandes dificultades, pues hasta ahora falta un nivel intermedio entre la simple candidatura de un país y su plena integración. Cuando un candidato cumpla los requisitos mínimos, podrá entrar ya en la Unión pero no tendrá que integrarse inmediatamente en el núcleo más exigente.
Gallaicus.— Interesante, sin duda, y posiblemente útil para dar un status a los vecinos de la Unión. Con todo, lo primero que se viene a la cabeza es que esto no era imprevisible antes de las dos últimas ampliaciones. En segundo lugar, suena como renunciar a una parte del proyecto europeo, como decir: reconocemos que no somos capaces de avanzar en una integración genuinamente política; no tenemos flexibilidad, imaginación o prudencia política para integrar tantos pueblos y estados en una gran comunidad política que no sacrifique la identidad de ninguno de los miembros ni entronice otras.
Y aún quedan dos argumentos prácticos: primero, la experiencia muestra que cuando dentro de una comunidad política hay posiciones jurídicas diferentes, y esa diferencia tiene que ver con ventajas y desventajas, la cosa suele ser mal aceptada por los perjudicados. Si el privilegio tiene fundamentos históricos arraigados, como Escocia o Navarra, los demás suelen aceptarlo de mejor grado, aunque no falten argumentos igualitaristas contrarios que tampoco son infundados. Y si el privilegio no tiene justificaciones que, como las históricas, suavicen las aristas, el malestar de los restantes es más que probable.
El segundo argumento enlaza con lo dicho aquí: nuestra Unión, tal como está ahora y aunque no avanzara un paso más en su integración —lo que no sería fácil, ni intentándolo—, ya es mucho más que una ONU o un área de libre comercio, incluso en un hipotético segundo círculo. No veo la Unión como una bicicleta que si se detiene, cae sino como un automóvil pletórico de energía cinética, capaz de seguir funcionando un tiempo aunque se corte la inyección de combustible.

X

Indianus.— Queridos amigos, no me parece que os vayáis a convencer uno al otro fácilmente en ese punto, por mucho que Gallaicus haya dicho “adelante; tal vez me convenzas”. Además, si nos pusiéramos de acuerdo en todo no nos quedaría de qué discutir en nuestro próximo seminario intercontinental de profesores que aquí y ahora podemos solemnemente declarar constituido con sede en esta umbrosa Alameda. Hay otro argumento poderoso en favor de cum cludere: la hora. Ya se puede ver a Venus brillar tras las torres del Obradoiro.
Belgicus.— Así es. El fragor del combate intelectual —más bien del comercio intelectual, y muy grato— ha hecho que se nos pasara el tiempo. Os aseguro que reconsideraré todas las ideas que aquí han circulado; pero vosotros prometedme que reconsideraréis De Rebuspublicis Europae Foederatis. Retirémonos, pues iam maiores cadunt altis de montibus umbrae. Ya distingo la Vía Láctea que todas las noches me acompañaba en mi itinerancia durante mis largas etapas atravesando España.
Indianus.— Gallaicus, ¿eres tú de los que creen que también Virgilio hizo el Camino de Santiago siguiendo la Vía Láctea?
Gallaicus.— Indiscutiblemente; debes de ser tú el único que lo ignora. ¿De dónde, si no, que después le llamaran Padre de Occidente? Virgilio hizo el Camino de Santiago, aunque dudo que necesitara seguir la Vía Láctea. Como sabéis, era un hombre enfermizo cuya salud, tras emplear diez años en la composición de la Eneida, estaba bastante quebrantada. Así que sentó plaza de amanuense en la legión de Décimo Junio Bruto, el que después sería apodado Callaicus o Gallaicus, rindiendo viaje en Santiago —entonces Asseconia o Assegonia— y tomando a continuación las afamadas aguas medicinales de Aquae Flaviae y Aquis Celenis. De Asseconia viajó también al cabo Fisterra, donde llegó justo para ver una impresionante puesta de sol sobre el Atlántico que dejó profunda huella en su fina sensibilidad.
Indianus.— Interesante y completamente nuevo para mí.
Por cierto, veo que has tomado notas de nuestra discusión, ¿querrías reconstruir el texto y enviármelo? Te quedaré muy agradecido.
Gallaicus.— Con mucho gusto, y le llamaré, si os parece, Diálogo en el Obradoiro “De Rebuspublicis Europae Foederatis” o “Sobre los Estados Unidos de Europa”.
Belgicus.— Excelente. Seguro que Platón y Cicerón se morirán de curiosidad por leerlo. Mándame también a mí un ejemplar, por favor.
Y ahora, amigos, sólo nos falta para descansar un lugar fronde super uiridi, así como suavez manzanas, blandas castañas y abundancia de queso para cenar.
Gallaicus.— Todas esas exquisiteces os ofreceré, más otras que el Mantuano no podía imaginar, si gustáis aceptar mi invitación. Os recuerdo además que en vuestra condición de peregrinos tenéis un derecho que procede de tiempo inmemorial a pernoctar en el histórico Hospital de Peregrinos que a la izquierda del Obradoiro se divisa. En 1512, con la ciudad atestada por ser Viernes Santo, el peregrino flamenco Jean de Zielbeke se alojó en un establecimiento de unos compatriotas tuyos anunciado con el estimulante rótulo “Los tres inválidos”. Pero no estoy seguro de que esté abierto.

En todo caso, compañeros, «¡Buen Camino!», como nos decimos los peregrinos jacobeos del siglo XXI al despedirnos.

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